
Compartimos el silencio como si fuera un idioma antiguo que solo nosotros entendemos.
Nos habita la distancia, pero en algún rincón de la memoria seguimos respirando al mismo ritmo.
Tu voz aún roza mi oído en las noches más quietas, y yo le hablo al aire como si el aire supiera devolverte.
El tiempo pasa, claro, pero pasa distinto.
Fuimos vidas paralelas, condenadas a encontrarse solo por instantes: tangentes de memorias que aún arden bajo la piel.
Hemisferios, kilómetros, meses… la geografía de lo imposible.
Nos quedan los recuerdos, esos presentes sin futuro, esos pasados que lo saben todo.
A veces río y escucho mi propia risa, que rebota como el eco, como una casa donde ya nadie vive.
No somos lo que fuimos, ni fuimos lo que recordamos.
Quizá nunca lo seremos.
Pero algo de nosotros sigue ahí, suspendido en el aire que compartimos sin saberlo.
Así pasa la vida: como una carta que viaja sin destino, pero con el corazón entero en el sobre.
Así van las almas, con remitente y destinatarios; viajan en las manos del tiempo, que entrega —en orden perfecto— el contenido del sobre.
Habrá que reconocer la letra.
Macu. Kitschmacu
