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Eso es bueno,
pensó, mientras alisaba el cuello de su camisa.
Debe de ser una gran camisa.
Tres halagos lleva hoy —ni uno más, ni uno menos—.
La gente se fija en esas cosas cuando no sabe qué decir.
Hay por leer, hay por hacer, hay por mandar.
Hay.
De que hay, hay.
Las teclas suenan como si respirara por ellas.
Piensa en el haber, en el tener.
Rasca su cabeza, buscando algún sueño:
uno de esos que se quedan despiertos,
que laten cuando el cuerpo se sienta,
que todavía aceleran el corazón.
Pero no hay ninguno.
A lo lejos (ni tanto), los teneres y haberes de otros suenan como monedas ajenas.
Allá también hay.
Se toca la nariz, los ojos.
Pregunta si todavía le pertenecen.
Frota las manos, entrelaza los dedos.
La calidez le responde que sí.
Levanta la vista, la baja.
Conversaciones que no son suyas rozan su presencia.
A la izquierda, a la derecha, palabras sin dueño,
todas cayendo sobre la vida como lo hacen los recuerdos que todo lo cubren.
Con el índice toca sus labios.
No dicen nada.
Un picor en el hombro derecho.
Por encima de la camisa.
Por debajo de la camisa.
Ni el picor ni el silencio ceden.
Una voz de hombre.
Otra de mujer.
Ríen.
Él sonríe apenas, escucha.
La nariz otra vez.
Los dedos otra vez.
Un bólido humano pasa.
Pasó.
Se fue.
La mano va al pecho,
la misma sube a los labios.
Su camisa sí es bonita.
Y eso —por hoy— basta.
Macu.Kitschmacu
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