sábado, 22 de noviembre de 2025

Elegancia misteriosa: las mujeres que caminan sin prisa

 


Tiempo de lectura: 2 minutos
Hay mujeres que no necesitan correr para llegar a sí mismas.
Caminan lento, con la serenidad de quien ya sobrevivió a algo.
Esa es su elegancia: la que no se presume, pero se siente.

Elegancia misteriosa: las mujeres que caminan sin prisa

Hay mujeres que no necesitan entrar a una habitación para que se note su presencia. No anuncian nada, no hacen ruido, no buscan llamar la atención. Caminan sin prisa, como si supieran un secreto que el resto del mundo apenas intuye. Su elegancia no está en la ropa ni en los accesorios, sino en la forma en que ocupan el espacio: sin pedir permiso, sin invadir, sin demostrar nada.
Solo siendo.

Son mujeres que aprendieron que la urgencia desgasta, que correr es un hábito heredado del miedo. Caminar sin prisa es su forma de resistencia. Cada paso es una afirmación silenciosa: yo decido mi ritmo, yo marco mi tiempo, yo soy mi propio centro. No se aceleran porque alguien las espere, no se detienen porque alguien las juzgue. Tienen un pacto con ellas mismas: no volver a moverse desde la ansiedad.

La gente voltea a verlas, no por vanidad, sino por magnetismo. Porque hay algo en ellas que no se explica rápido: una serenidad que contrasta con el ruido del mundo, una calma que incomoda a los que corren sin saber por qué. Son mujeres que no caminan hacia la aprobación ni hacia los aplausos; caminan hacia sí mismas. Y en un mundo donde todo parece gritar, ellas aprendieron a hablar desde su centro

La elegancia misteriosa no es un estilo: es un estado del ser. Es saber cuándo avanzar y cuándo quedarse. Es conservar la calma incluso cuando la vida se agita. Es tener los pies en la tierra, el corazón en su sitio, y la mirada en alto con certeza. Es observar sin apuro, responder sin impulso, elegir sin miedo. Es la forma más fina de libertad.

Las mujeres que caminan sin prisa son las que ya no buscan impresionar. Son las que ya sobrevivieron a algo, las que ya entendieron que la velocidad es enemiga de la claridad. Su misterio no es oscuro: es luminoso. Proviene de la paz que se construye después de haberlo perdido todo, del respeto por una misma que solo llega cuando aprendes a no correr detrás de lo que no te elige.

Y aun así, cuando pasan, algo en el ambiente cambia: un gesto, un silencio, una presencia. No es magia, es poder tranquilo. Ese que no ruge, pero se siente. Ese que no compite, pero se nota. Ese que no empuja, pero avanza.

Porque la verdadera elegancia no corre.
Se sostiene.
Se respira.
Y se camina.

Macu.Kitschmacu

A veces, el verdadero poder no es avanzar rápido, sino avanzar con esfuerzo, voluntad y constancia 🌙

Si esta reflexión te encontró, compártela con alguien que también camine a su propio ritmo.


miércoles, 19 de noviembre de 2025

Cuando Jack in the Box vivía aquí: memorias noventeras de hamburguesas y adolescencia

 

Interior de un Jack in the Box de los años 90 con letrero rojo clásico y asientos verde turquesa, estilo fast food vintage

Hubo una vez —en este rincón del mundo— un tiempo en el que existieron dos Jack in the Box. Sí, dos.
Uno en pleno centro de la ciudad; el otro, sobre la única avenida que entonces parecía contenerlo todo.

Era, según recuerdo, un lugar peculiar: con su aura noventera-americana, con ese brillo de franquicia nueva que prometía modernidad, y con la actitud de rival declarado del único McDonald’s que teníamos cerca.

Para entonces yo ya había superado la edad de las resbaladillas y los cumpleaños con mantelitos de Ronald McDonald.
Jack era diferente: era el punto de encuentro donde los jóvenes se sentían “más grandes”, donde uno podía practicar esa adultez temprana que crees dominar a los 12 años.

Hoy Jack in the Box ya no existe por aquí.
Burger King subsiste, McDonald’s prevalece y Carl’s Jr. gobierna como rey de lo calórico y lo contundente.

El tiempo pasa, las parrillas llegan y se apagan.
Pero los recuerdos… los recuerdos regresan ensaladados entre la nostalgia y el hambre, flotando en párrafos nobles que saben más a memoria que a comida rápida.

¿Tú también creciste entre hamburguesas rivales?
Cuéntame cuál era tu favorito… o compártelo con quien te acompañaba en esas tardes noventeras.

🍟 “Hay memorias que no saben a pasado, sino a todo lo que nos hizo crecer sin darnos cuenta.”

Macu.Kitschmacu

martes, 18 de noviembre de 2025

Buen ambiente y gran sabor: así vivíamos McDonald’s en los 90

 

Restaurante McDonald's de los años 90 con globos, mesas de colores y cajita feliz

Buen ambiente y gran sabor: así vivíamos McDonald’s en los 90

Yo todavía me acuerdo del eslogan de McDonald’s, ese cantadito de:
“McDonald’s: buen ambiente y gran sabor.”
Para mí, esa frase es casi una cápsula del tiempo.

Al Dani —el ahijado de mis papás— le hicieron ahí su primera comunión. Hoy podría parecer poco glamuroso, en estos tiempos de globalización ya sin brillo, casi jubilada. Pero en los 90, en esta parte del mundo, cuando McDonald’s abrió su único y perfectamente ubicado restaurante… entrar ahí era viajar al primer mundo sin pasaporte.

La cajita feliz, los asientos acolchonados, las ventanas enormes, el olor dulzón a papas y aire acondicionado. Todo eso era sinónimo de familia pujante, abierta a lo nuevo, a lo extranjero. Una promesa luminosa de que sí estábamos avanzando.

La primera comunión del Dani

Por eso la primera comunión del Dani ahí fue, sin exagerar, un rito canónico. Recuerdo cuando nos acomodaron para la foto familiar: mis papás, mi hermano, el Dani, su mamá y yo. Un cuadro casi religioso… pero con globos rojos y amarillo mostaza de fondo.

Y claro, en ese mismo instante mi mamá me regañó por la ropa que llevaba puesta. Como si no hubiera salido conmigo de la casa hacia la iglesia. Tenía nueve años y el sentido estético limitado a lo que encontraba en el clóset: lo limpio y lo disponible.

Aun así, salí sonriente en la foto (creo). Porque en esa época, estar en McDonald’s ya era suficiente para creer que todo estaba bien.

¿Tú también recuerdas la primera vez que entraste a McDonald’s?
Cuéntamelo o compártelo con alguien que estuvo en tu foto de ese día.

✨ La nostalgia no te devuelve al pasado: te recuerda que sobreviviste para contarlo.

Macu.Kitschmacu

La San Marcos del tigre

 

Kitschmacu-San-Marcos

La San Marcos del tigre

⏱️ 1.8 min de lectura

A ver, no es que en este lugar del mundo haga frío; en realidad, diez meses del año los pasamos arriba de 38 grados. Por tanto, cuando el termómetro marca 23 o 21 grados… aquí “hace frío”.

Y para esos momentos existe un elemento infalible, valorado y ampliamente querido: la San Marcos del tigre.

Esa portentosa colcha que hibernaba en el clóset materno por más de diez vueltas al calendario. Ese cálido resguardo que no se movía ni aunque temblara. Era la emperatriz del clóset, la guardiana oficial del invierno, la cobija que te podía salvar del frío, del miedo y, si te descuidabas, de ti misma.

Esa cobija pesaba como tres decisiones de adulto. Tenía el poder de aplastarte la tristeza, la gripe, los apabullantes 18 grados y cualquier intento de levantarte temprano. Era tan pesada que uno pensaba: si el tigre se despierta, aquí quedo.

Mi papá decía que era “la buena”: la cobija que no se prestaba, la que había que doblar derechita, la que debía guardarse lejos del sol para que no se maltratara el estampado del felino.

Ese tigre tenía ojos que brillaban en la penumbra. A veces daba miedo, a veces daba fuerza y valor. En las noches frías (esas de 15 grados, aprox.) parecía mirarte como diciendo: no pasa nada, yo aquí te tapo.

Y sí. Te tapaba todo. Desde el cuello hasta los pies, como si supiera exactamente lo que necesitabas a cierta edad: calor, peso, contención, silencio.

La San Marcos era un abrazo gigante que no cuestionaba nada. No necesitaba palabras. No juzgaba. No pedía. Solo cubría.

Aguantó derrames de chocolate, visitas inesperadas, noches largas y domingos de flojera. Fue cobija de emergencia, de visita, de desvelos, de apapacho, de película, de todo.

Hasta que un día la cambiaron por una cobija más ligera, más moderna, más fácil de lavar. Y ahí quedó la San Marcos: en un rincón, doblada con dignidad felina, esperando a que alguien la necesitara de nuevo.

Porque una cobija así no se tira. No se regala. No se olvida. Se queda como se quedan ciertas cosas: pesando lo justo, guardando calor antiguo y recordándote que hubo un tiempo en el que un tigre impreso en textil era suficiente para sentirte segura.

Macu.Kitschmacu

“Hay cobijas que no solo abrigan: también guardan la versión más linda de ti.”

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lunes, 17 de noviembre de 2025

El despertador Sony que marcó mis mañanas



 

El reloj despertador Sony que te enseñó a crecer

⏱️ 1.5 min de lectura


Sí, en mi casa había uno. Un reloj despertador Sony que no sonaba: gritaba.

Ese pi-pi-pi-pi que no respetaba domingos, vacaciones ni tus ganas de seguir soñando que pasabas Álgebra en segundo de secundaria.

Ese cuadradito de plástico negro parecía inofensivo… hasta que tronaba como si fuera la alarma de un simulacro nacional.

Era un objeto honesto: si decía 6:00 am, era 6:00 am. Sin madrugarte. Sin suavizarte el golpe. Sin música celestial. Puro realismo mágico sonoro.

Mi mamá confiaba más en ese despertador Sony que en cualquier otra cosa para despertar temprano.

Ese relojito no solo nos despertaba: formaba carácter. Nos enseñaba que la vida no siempre trae melodías bonitas, pero sí trae responsabilidades con la misma puntualidad.

Y aun así, había algo tierno en él. Ahí, junto a la lámpara y el vaso de agua.

Cuando pasaba por el cuarto de mis papás, lo veía parpadear en rojo por las noches, como un guardián de plástico firme que cuidaba los sueños a su manera.

Hasta que un día, llegó el celular. Los tonos suaves, las playlists, el mindfulness, la vibración discreta.

Y el despertador Sony fiel, siguió ahí. No conoció el cajón. No conoció el abandono. Era el último vendedor analógico en un mundo de batallas digitales.

Pero al final, no fue la tecnología quien lo venció. Fue mi mamá, su eterna aliada. Un descuido mínimo, un cálculo mal hecho… y el Sony cayó más allá del borde de la mesa de noche.

El golpe fue rotundo. Las piezas salieron disparadas. Su luz roja —esa que vigiló tantas madrugadas— se apagó para siempre.

Mi mamá contó su partida a todo el que quiso escucharla. Y en un gesto casi ceremonial, lo reemplazó por uno nuevo: más compacto, más moderno, pero con los mismos dignos números rojos.

El Sony sigue ahí. Brusco, ruidoso, puntual. Como la vida misma cuando decide que ya es hora.

Macu.Kitschmacu

“Hay objetos que no solo te despertaban temprano: también te despertaban la vida.”

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domingo, 16 de noviembre de 2025

La licuadora Oster que tu mamá cuida más que a ti (nostalgia mexicana pura)

 

😘 La licuadora Oster que tu mamá cuida más que a ti

⏱️ 3 min de lectura

En cada hogar mexicano que se respeta hay una licuadora Oster de vaso de vidrio. No es tendencia, no es capricho, no es moda: es patrimonio nacional, es patrimonio emocional… y en una de esas hasta familiar.

Tu mamá la tiene desde antes de que tú nacieras. Antes de tu CURP ya había salsas y licuados hechos ahí. Y sí: cuida ese vaso de vidrio más que a ti.

Tú te podías caer de la litera, rasparte las rodillas, perder la cartulina del lunes… pero si quebrabas el vaso de la Oster, había misa de cuerpo presente.

Ese vaso es como un monumento familiar: sobrevive mudanzas, enojos, reconciliaciones, domingos de chilaquiles, dietas que duraron 48 horas y antojos de fresa con leche a las 10 pm.

Y un día, sin avisar, te llega el momento. Así, de la nada, como llegan las cosas buenas. Estás ahí, frente a la caja envuelta en papel brillante, tu mamá sonriendo con un orgullo extraño, casi solemne. Tú piensas que es un perfume, un topper fancy, una vela cara…

Pero no.

(De todas formas ya se te hacía muy grande la caja para que pudiera ser cualquiera de las opciones anteriores.)

Es una licuadora Oster de vaso de vidrio. Tu primera. Tu rito de paso. El bautizo oficial para entrar al club de “señora funcional” (no importa si eres hombre, mujer… todos y todas podemos ser señoras).

Porque en este país, recibir una Oster no es solo recibir un electrodoméstico: es recibir la responsabilidad, la tradición y la capacidad sobrenatural de hacer salsa sin salpicar el piso.

Y ahí lo entiendes: ese vaso de vidrio no es frágil. Lo frágil era uno, creciendo.

El vaso siempre estuvo ahí, firme, pesado, transparente… aguantándolo todo.

Y ahora es tu turno de cuidarlo.

Macu.Kitschmacu

Más historias que huelen a cocina mexicana y nostalgia suave: porque algunas cosas saben a hogar antes que a receta.

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viernes, 14 de noviembre de 2025

Sábado


 Era tan temprano que aún no se escuchaban los camiones que pasan por el bulevar detrás de mi casa.

Tenía tanto sueño, pero le gané al despertador.

Abrí el clóset, busqué mi uniforme:
blusa azul cielo,
falda azul marino.

Primero la blusa.
El botón que va después del del cuello me lo abrocho primero; así evito que me quede chueca.
Luego la falda.
Blusa fajada, calcetas blancas, zapatos negros.
Lista.

No pasan los camiones. Qué raro.
Mis papás no se han levantado.
No se escucha a nadie en la cocina.
La luz de la escalera está apagada.

Cierro el clóset.
Me abrocho las agujetas.

Ayer fue la clase de deportes.
Después tuvimos la de la maestra Sarita.
Ayer fue viernes.

He madrugado el sábado.

Por eso no pasaban los camiones.
Por eso la cocina está en silencio,
la escalera oscura,
y mi casa durmiendo.