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martes, 18 de noviembre de 2025

La San Marcos del tigre

 

Kitschmacu-San-Marcos

La San Marcos del tigre

⏱️ 1.8 min de lectura

A ver, no es que en este lugar del mundo haga frío; en realidad, diez meses del año los pasamos arriba de 38 grados. Por tanto, cuando el termómetro marca 23 o 21 grados… aquí “hace frío”.

Y para esos momentos existe un elemento infalible, valorado y ampliamente querido: la San Marcos del tigre.

Esa portentosa colcha que hibernaba en el clóset materno por más de diez vueltas al calendario. Ese cálido resguardo que no se movía ni aunque temblara. Era la emperatriz del clóset, la guardiana oficial del invierno, la cobija que te podía salvar del frío, del miedo y, si te descuidabas, de ti misma.

Esa cobija pesaba como tres decisiones de adulto. Tenía el poder de aplastarte la tristeza, la gripe, los apabullantes 18 grados y cualquier intento de levantarte temprano. Era tan pesada que uno pensaba: si el tigre se despierta, aquí quedo.

Mi papá decía que era “la buena”: la cobija que no se prestaba, la que había que doblar derechita, la que debía guardarse lejos del sol para que no se maltratara el estampado del felino.

Ese tigre tenía ojos que brillaban en la penumbra. A veces daba miedo, a veces daba fuerza y valor. En las noches frías (esas de 15 grados, aprox.) parecía mirarte como diciendo: no pasa nada, yo aquí te tapo.

Y sí. Te tapaba todo. Desde el cuello hasta los pies, como si supiera exactamente lo que necesitabas a cierta edad: calor, peso, contención, silencio.

La San Marcos era un abrazo gigante que no cuestionaba nada. No necesitaba palabras. No juzgaba. No pedía. Solo cubría.

Aguantó derrames de chocolate, visitas inesperadas, noches largas y domingos de flojera. Fue cobija de emergencia, de visita, de desvelos, de apapacho, de película, de todo.

Hasta que un día la cambiaron por una cobija más ligera, más moderna, más fácil de lavar. Y ahí quedó la San Marcos: en un rincón, doblada con dignidad felina, esperando a que alguien la necesitara de nuevo.

Porque una cobija así no se tira. No se regala. No se olvida. Se queda como se quedan ciertas cosas: pesando lo justo, guardando calor antiguo y recordándote que hubo un tiempo en el que un tigre impreso en textil era suficiente para sentirte segura.

Macu.Kitschmacu

“Hay cobijas que no solo abrigan: también guardan la versión más linda de ti.”

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lunes, 17 de noviembre de 2025

El despertador Sony que marcó mis mañanas



 

El reloj despertador Sony que te enseñó a crecer

⏱️ 1.5 min de lectura


Sí, en mi casa había uno. Un reloj despertador Sony que no sonaba: gritaba.

Ese pi-pi-pi-pi que no respetaba domingos, vacaciones ni tus ganas de seguir soñando que pasabas Álgebra en segundo de secundaria.

Ese cuadradito de plástico negro parecía inofensivo… hasta que tronaba como si fuera la alarma de un simulacro nacional.

Era un objeto honesto: si decía 6:00 am, era 6:00 am. Sin madrugarte. Sin suavizarte el golpe. Sin música celestial. Puro realismo mágico sonoro.

Mi mamá confiaba más en ese despertador Sony que en cualquier otra cosa para despertar temprano.

Ese relojito no solo nos despertaba: formaba carácter. Nos enseñaba que la vida no siempre trae melodías bonitas, pero sí trae responsabilidades con la misma puntualidad.

Y aun así, había algo tierno en él. Ahí, junto a la lámpara y el vaso de agua.

Cuando pasaba por el cuarto de mis papás, lo veía parpadear en rojo por las noches, como un guardián de plástico firme que cuidaba los sueños a su manera.

Hasta que un día, llegó el celular. Los tonos suaves, las playlists, el mindfulness, la vibración discreta.

Y el despertador Sony fiel, siguió ahí. No conoció el cajón. No conoció el abandono. Era el último vendedor analógico en un mundo de batallas digitales.

Pero al final, no fue la tecnología quien lo venció. Fue mi mamá, su eterna aliada. Un descuido mínimo, un cálculo mal hecho… y el Sony cayó más allá del borde de la mesa de noche.

El golpe fue rotundo. Las piezas salieron disparadas. Su luz roja —esa que vigiló tantas madrugadas— se apagó para siempre.

Mi mamá contó su partida a todo el que quiso escucharla. Y en un gesto casi ceremonial, lo reemplazó por uno nuevo: más compacto, más moderno, pero con los mismos dignos números rojos.

El Sony sigue ahí. Brusco, ruidoso, puntual. Como la vida misma cuando decide que ya es hora.

Macu.Kitschmacu

“Hay objetos que no solo te despertaban temprano: también te despertaban la vida.”

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martes, 6 de mayo de 2025

Domingo de explorar un poco



Tiempo estimado de lectura: 4 minutos

Estimable lector, estimada lectora, en estos tiempos de modernidad, comunicación expedita y la producción incesante de mensajes que reflejan con humor lo cotidiano, lo singular y lo plural. Podrá usted tal vez sentir identificación (o no) con esta historia.

En mi caso, considero los fines de semana soleados una gran oportunidad para realizar algunas labores del hogar, específicamente gozo de aquellas que con singular alegría mi flamante lavadora se encarga de ejecutar de manera automática y con esfuerzos mínimos y concretos de mi parte.

Simbiosis perfecta de una muy avanzada revolución industrial.

El sol en un temprano zenit dominical, regalaba a esta orilla del mundo y a todos los que en este espacio convivimos un día cálido, gentil, generoso.

No resultó extraño pues, que esta ambientación hiciera nacer en mí un impulso arrebatador y contundente por iniciar la doméstica danza del agua fresca y un chapuzón felino.

Domingo de explorar un poco.

Comparto la vida con dos suaves versiones de linces del hogar, quienes suelen custodiar en hermandad y silencio entre cojines y sofás en esta nuestra casa. La furia ancestral de sus genes reposa como reina dormida, reina que resurge sagaz y presurosa, recobra su majestuosidad, presencia y poder al escuchar el susurro metálico de una lata de atún al abrirse.

Criaturas de zarpas suaves.

La primera señora del silencio rompió su pacto con él al sentir el inaugural cubetazo de agua fresca sobre su espalda felina, espacio destinado en exclusividad a las caricias humanas. Llegó el agua, el jabón y sobre el terciopelo que viste su piel apareció la espuma. Incluya usted a esta escena, apreciable lector, estimada lectora, los maullidos más prolongados, agudos y dramáticos que pueda imaginar o recordar según sea el caso, eso añadirá a esta narración el dramatismo que esta pluma sugiere, pero que usted sin duda sabrá colocar.

Rememorar el eco del jaguar fue natural para la segunda dueña del sigilo al iniciar la danza con el agua fresca, resignada ante el destino que sabía que tocaría a su puerta al ser testigo de la suerte de su compañera.

El sol gobernaba sin sombra, en el jardín las gatas, escurriendo agua y una historia recién vivida.

Hasta este punto, pensará usted, es esta una narración de un quehacer cotidiano postindustrial, digital si es que buscamos ser precisos en la línea de tiempo.

Quehacer exitoso, misión cumplida, de no ser porque estas dos pulcras hermanas felinas hoy reconocen en sí el esplendoroso olor a jabón neutro, a la par que desconocen el olor a gatitas, el olor a ellas mismas.

Entonces y pues, estimado lector, apreciable lectora. Escribo estas líneas entre ropa limpia por doblar y en espera franca y paciente en que la naturaleza de mis doncellas felinas recubra nuevamente con sus esencias propias y particulares su pelaje doméstico, que las hará reconocerse y reencontrarse.

Domingo de explorar un poco. 

Macu.Kitschmacu

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