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Llevo dos días queriendo sacudirme este malhumor que se me quedó pegado como sombra.
Llegó sin aviso, se instaló. Pensé que sería discreto, como esos huéspedes que apenas se notan, que saben cuándo irse, que agradecen con una sonrisa la hospitalidad y desaparecen.
Este no.
Ayer se metió en mi cama como perro guardián. Me acompañó al súper, a pagar la luz, a comprar la comida de mis gatas. Se sentó conmigo a acomodar la despensa y hasta opinó sobre recetas de cocina. Lo peor es que tenía razón: salieron buenas.
Le ofrecí comedias, risas enlatadas, pastelitos con azúcar suficiente para tumbar a un caballo. Nada. El malhumor permaneció, con esa seriedad suya de huésped que no piensa irse nunca.
Probé la cortesía, la impaciencia, hasta el viejo truco de la siesta para ignorarlo. Nada. El inquilino no se inmuta, no se mueve, sigue ahí con su maleta invisible.
Y entonces pienso que quizás un día se largue, pero que ya aprendió el truco del regreso.
Conoce la dirección, sabe la contraseña del timbre.
El malhumor, como ciertos amigos, no se despide: se ausenta un rato y vuelve cuando quiere, silbando.
✨ Hasta el malhumor sabe hacer hogar cuando uno le deja la puerta entreabierta.
Macu.Kitschmacu
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