Dice Lipovetsky que el consumidor no consume solo cosas y símbolos:
consume lo que todavía no tiene concreción material.
Y aquí, queridos todos… entramos en una vorágine en la que
seguramente nos hemos sentido consientes y llenos de cuestiones más de una vez.
Vivimos en la economía de la rapidez. La obsolescencia ya no es exclusiva de
los productos tecnológicos, o aquella situación de mejora en la que las marcas,
cada dos o tres años implementaban cambios funcionales en sus productos y a
nosotros como consumidores esto, nos venía bien.
La obsolescencia pasó a ser una estrategia de competencia,
de reacción, es ponerle un poco el freno a la producción en masa y asegurar la
salida del producto al mercado antes que los oponentes para ganar el tirón de
la demanda, de ser el primero para ser el “original” y que los competidores se
desgarren entre ellos por salir “tarde y podrido” al mercado.
Este estimulo de oferta y demanda se respalda, sostiene y
fortalece en consumos más emocionales y frágiles (la seducción de la novedad,
del demostrar, la notoriedad), no importa que mi producto no esté listo, te
bombardeo con anuncios por anticipado, mermo el mercado, reduzco el tiempo, creo
el deseo.
Se busca fomentar la venta desde el lanzamiento y al mismo
tiempo la novedad nace con caducidad, de vida agónica y corta pues su remplazo
está en puerta. El tiempo de comercialización es corto… ¡coloca!, ¡coloca!, ¡que
rote el inventario! Pues las furias consumidoras quieren la próxima novedad.
Mil gracias por pasar al blog.
Macu. Kitschmacu.