En una mesa ligeramente tambaleante de una cafetería —ese templo capitalino donde los libros son parte de la decoración y el café cuesta lo que un brunch en cualquier otro lugar—, dos figuras se entregan al ritual del último trago. Uno, visitante del norte. La otra, capitalina por acumulación de fines de semana.
Ambos, perfectamente conscientes del papel que están interpretando: bohemios, reflexivos, medio ebrios, encantados de sí mismos.
—“Nos pegó más fuerte por la altura, ¿no?”
—“Es la altitud… y la actitud.”
A su alrededor, plantas colgantes que no limpian el aire pero sí el momento, meseros con tatuajes sobrios, y conversaciones que parecen salidas de un taller de escritura autoficcional:
—“Este lugar tiene algo… como auténtico, pero inspirado, ¿no?”
El clericot se termina con dignidad. Las Pacífico Clara también. No hay urgencia. Solo la calma que da saberse en el centro exacto de una postal estéticamente diseñada para sentirse “fuera del sistema” pero con señal de Wi-Fi estable.
No pasa nada trascendental, pero todo parece tener significado. Una especie de borrachera emocional, ligera, con sabor a novela de Franzen diluida en agua mineral y en rondas exactas de vasos nuevamente llenos.
Y al salir, bajo la luz cálida de este barrio, uno dice lo inevitable:
—“Siento que esto fue como vivir un ensayo de sociología.”
Nadie contradice. La noche y el clericot han hecho lo suyo.
Así fue.
Macu.Kitschmacu