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viernes, 23 de mayo de 2025

Catherine Deneuve, musa de sí misma

⏱️ Tiempo de lectura: 3 minutos

Catherine Deneuve, musa de sí misma.
Esta nota forma parte de la serie de narraciones Las cosas que no le cuento a nadie.

Catherine Deneuve me parece una mujer interesantísima. Lo dije hace unos días, como quien deja caer una frase en la mesa del desayuno, sin esperar que alguien la recoja, a lo mucho, que alguien la baje con un trago de jugo de naranja.

Es tan clásica… pero no en el sentido aburrido que a veces tiene esa palabra, sino en esa forma rara y admirable de ser de una pieza, de no necesitar explicarse. París le quedó bien. Buñuel la miró sin decirlo. Saint Laurent le vistió los hombros y los silencios. Mastroianni le quiso, dicen, como sólo se quiere a lo que se admira mucho y se teme perder.

La perdió al final, pero la acompañará hasta el último día.

La estética de sus películas no es otra cosa que el espejo de ella misma, ampliado. Su belleza de día parece una forma de luz. El cabello suelto, con volumen de estrella, no pide permiso: se instala, se impone. Le viene bien.

¿Será que el volumen en el cabello me viene bien también?... Seguro sí. A las mujeres nos sienta bien la presencia y el misticismo. Un elegante arrebato propio que todos admiran en silencio.

A veces me imagino cómo sería conversar con ella. ¿Por dónde se empieza con alguien que ha sido musa sin proponérselo? ¿Tendrá una entrevista favorita, una que no se haya repetido dentro de tantas? ¿Se pondrá nerviosa todavía? ¿O ya no? Quizá le pasa como a las actrices de teatro que hacen suyo el escenario aunque les tiemble una mano detrás de la falda.

A mí, la gente que crea arte con su sola presencia me parece sublime. Porque se dejan ver, sí, pero también se quedan en la historia. Cada entrevista, cada plano, cada silencio suyo —todo eso es registro de una evolución que no necesita anunciarse.

¿Tomará su café con galletitas o lo preferirá solo? ¿Le gustará con azúcar? ¿Le dará una calada a su cigarro antes del primer sorbo de café o justo después, como quien marca el ritmo de una escena? Me la imagino envuelta en costura negra, inclinada apenas, con una risa breve, la mirada altiva y ese humo elegante, como si estuviera escribiendo con él en el aire algo que nadie más va a leer.

¿Será que es mejor conversar con ella en su balcón en París? ¿O preferirá algo más relajado e informal en su huerto?

Macu.Kitschmacu


👉 ¿Te gustan estos relatos íntimos? No te pierdas la entrada anterior de esta serie: Secretos de lo cotidiano

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miércoles, 14 de mayo de 2025

Secretos de lo cotidiano

 

⏳ Tiempo de lectura: 4 minutos

Hay cosas que no le cuento a nadie. No porque sean importantes, sino porque me gustan así: sin palabras, sin explicación. Uno de esos secretos es la segunda alarma del despertador. La dejo sonar doce minutos después de la primera. En ese lapso, no tengo prisa. Soy un cuerpo tibio en la cama, abrazado por la cobija y por una calma que no sé si viene del sueño o del silencio. A veces siento que esos doce minutos son más míos que todo el resto del día.

Llevo el reloj en la mano derecha, aunque soy zurda. Lo hago desde que tenía catorce años. Mis papás me regalaron un reloj precioso, con una correa que olía a cuero nuevo y un borde dorado y discreto. No me acuerdo si fue porque saqué buenas calificaciones o porque era mi cumpleaños, seguro alguien en mi familia se acuerda bien. Lo importante es que lo encontramos hace poco en un cajón de la casa de mi mamá, guardado con cuidado, como si fuera un secreto. Le cambiamos la pila sin muchas esperanzas… y funcionó. Como si nunca hubiera dejado de marcar mi tiempo.

Por las tardes, cuando regreso del trabajo, la primera en saludarme es Gertrude, mi gata. Me saluda con alegría y exigencia. Maúlla con ese tono que tienen las gatas que se saben dueñas de una casa. Me pide —bueno, me ordena— que la acompañe al jardín. Y ahí nos sentamos las dos, como dos señoras apacibles y amorosas. Ella se acomoda en una maceta y me observa. No se duerme. Me mira, atenta, como si supiera que estoy escribiendo algo que, en el fondo, también le pertenece.

Hoy me pregunté cuántos cigarros fumaba Hemingway. De pronto, me pareció que escribir como él debía dar hambre, sed, y ganas de prender un cigarro tras otro. No sé si eran cinco al día o cuarenta, pero seguro más de los que el médico recomendaba. Y aun así escribió. Y aun así amó.

Se fue el sol. Se fueron las nubes. Llegó la señora luna con su cara redonda, tan tranquila, y los moscos, tan necios. Zumban como ideas.

¿Qué habrá pasado con la Nao de China? ¿Quién guarda esas historias que ya nadie cuenta? ¿Dónde están las cosas que existieron y se perdieron sin despedirse?

Catherine Deneuve me parece elegantísima. Como si no necesitara que nadie le diera permiso para ser quien es. Seguro nadie se lo dio. Ella lo creó. Me gustaría tomar un café con ella. No hablar mucho, solo escucharla decir algo. O mejor, todo. Musa de artistas. Musa de ella misma.

Ya es hora de cerrar. Cierro como Bretón, con una frase que es suya, que es mía, que es de quien la lee:

Te deseo que seas locamente amada.

Macu.Kitschmacu

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